La caracola, que era joven, que era inquieta, se sentó dando la cara al mar. De esta manera no tomó carta en el asunto de arena y sal. Sus vecinas compartían segundos cada día y cada noche; a veces más eternos y otras más fugaces de lo normal. Discutían porque querían estar siempre juntas y las sinvergüenzas de las olas no las dejaban cogerse más que un ratito, obligándolas a soltarse cuando ya casi se habían olido.

Así, los años y las mareas iban pasando para todos y para todas. Sal y arena estaban destinadas a no encontrarse del todo nunca y no soportaban esa idea. Querían parar las olas, querían que las mareas fuesen estables y querían que el sol apagase la luna. Rogaban por cogerse al menos más que unos segundos, sentirse e intercambiar algún que otro mineral.
La caracola joven e inquieta miró a arena y la vio llorar. Después miró a sal y no distinguió entre olas y lágrimas.
No podía hacer nada, no podía ayudarlas, no quería ver ni a una ni a la otra.
Echó un vistazo al horizonte y decidió que lo mejor era ser caracola y, en un futuro, acabar siendo adorno de alguna niña en algún que otro collar.